sábado, 24 de septiembre de 2016

El libro del sábado. JESUSALÉN. MIA COUTO


 El miedo me hizo vivir recatado y pequeño. La culpa me hizo huir de mí mismo, deshabitado de recuerdos. Eso era Jesusalén: no un lugar, sino la espera de un Dios que había de nacer.


Un nuevo corazón de las tinieblas en donde es la sabana el lugar de enajenación y de soledad ante los cambios del mundo; un nuevo Macondo sin sus piedras prehistóricas ni almendros en donde hay un nuevo general Aureliano Buendía; casi una tragedia griega en donde la propia naturaleza habla mientras un escaso puñado de personajes se enfrentan al destino y a sus propios demonios particulares.

Vivía en un descampado solamente habitado por cinco hombres. Mi padre había dado un nombre al lugar. Simplemente lo había llamado así: «Jesusalén». Aquélla era la tierra donde Jesús habría de descrucificarse. Y punto.

Una especie de isla a la deriva en donde solo es posible la tragedia amplificada por la nada que les rodea.
Una pérdida de la fe en Dios y en los hombres; un desgarrarse continuo frente a la falsa excusa de esconderse de si mismo

En Jesusalén está prohibido cantar, rezar, leer, escribir, y hasta imaginar y soñar. El mundo se ha acabado y no existen las mujeres. O eso querría Silvestre.




A mi juicio la mas brutal y dolorosa de sus obras en la que la soledad y los desatinos del destino son mas profundos y llenan todas sus páginas de heridas incurables.

Un barrer al revés: en vez de limpiar los caminos, esparcíamos sobre ellos polvo, ramas, piedras, semillas... ¿Y qué hacíamos en realidad? En los senderos incipientes truncábamos cualquier amago de prosperar y, así, devenir caminos. De este modo, anulábamos el embrión de cualquier posible destino.    
—¿Por qué hacemos desaparecer el camino, padre?    
—Nunca he visto un camino que no sea triste —respondió sin apartar la vista de las varas con las que trenzaba un cesto.

Retrato de un mundo asfixiante que se podría  leer como una metáfora del propio país  o de los hombres que huyen del mundo, de nuestra incapacidad absoluta para sentir o recordar, que acaso sea la del mismo.

Durante la mayor parte de nuestra vida no conseguimos vivir de verdad. Nos echamos a perder en una dilatada letargia a la que, para nuestro engaño y consuelo, llamamos existencia. Por lo demás, brillamos como una luciérnaga: sólo nos encendemos en breves intermitencias.


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